jueves, 27 de agosto de 2009

EL AFRICANO DEL SEMÁFORO

Como cada mañana, el gallo digital que siempre tiene la garganta a punto, ese que durante toda la noche me observa con los ojos enrojecidos mientras mi subconsciente libra una frenética lucha entre pesadillas y buenos sueños, pues el gallo comienza a cacarear en ese preciso momento en el que la lucha se inclina por los buenos sueños, como siempre, y más bien preso de la pereza, con una leve acaricia en su costado duro como el acero, le invito a callar inmediatamente.

Una mañana más, rutina diaria que sopeso frente al espejo antes de aclarar mis perezosas ideas, y a modo de agua purificadora o bálsamo tónico refrigerante, acicalo una y otra vez mi rostro aun desfigurado por el sueño. Con más bien torpeza que destreza me coloco la ropa y me hago de todos los accesorios que me acompañarán durante todo el día, cartera, móvil y cuidadándome de no olvidar el reloj, que inescrutablemente no cesará en marcar cada uno de los segundos, minutos y horas que conformarán el nuevo día.

Una vez en el coche y dirección al trabajo, como quien se somete a una sesión de hipnotismo, la mente aun permanece casi en blanco, cuesta poner en marcha las más de cien mil neuronas celebrares automatizadas por el paso de los años, sintonizo el canal de noticias para conocer de primera mano la actualidad que nos rodea, lo que ha ocurrido y lo que se espera que ocurra, me coloco el cinturón de seguridad que será el encargado de desplanchar la camisa recién planchada, y como si estuviese activado un piloto automático imaginario recorro el laberinto de calles hasta llega a la carrera.

Pero como cada mañana, la luz roja en la lejanía marca la obligada detención en el semáforo que delimita el placer de la rutina, y ahí esta él, como el guardagujas que controla los cambios de vías en la antigua estación. Sus ojos blancos como el mármol recién extraído de la cantera, su piel negra blanqueada por el polvo que levantan los coches al pasar a su lado, un pantalón gastado y una camisa de manga larga dos tallas más grandes, que parase colgar de dos palos entrecruzados, unas camping dos números más grandes y una gorra que seguro que será la protagonista en una nueva mañana de calor.

Es él, el joven africano que todos los días alegra mis mañanas , no importa si le compro pañuelos o no, si le doy unas monedas o las dejo guardadas en el bolsillo pequeño de mi pantalón, el siempre sonríe, y sonríe de verdad. Lo veo en sus ojos que brillan desde la lejanía y que están tan abiertos que dan lugar ver las venillas rojizas que llegan hasta ellos. Es el, el chico de los pañuelos que cada mañana me inyecta una gran dosis de optimismo, no se desde que hora estará despierto, cuantos chiquillos tiene, cuanto gana cada día y ni siquiera si tiene hogar, si depende de las mafias o trabaja en libertad, asquerosa esclavitud del siglo veintiuno.

Es el amigo que me da el primero de los buenos días, el que a veces ni siquiera me ofrece pañuelos, sino que simplemente intenta darme la mano a través de un cristal que aun permanece cerrado, mi amigo anónimo, no se como se llama, de dónde viene, no se nada de él. Bajo la ventanilla y algunas veces le compro algo, le doy unas monedas o simplemente estrecho tímidamente su mano en la fracción del escaso minuto que tarda en cambiar de color el disco del semáforo, y ahí se queda él, con la sonrisa en su cara, con la bondad heredada de sus padres y el consuelo de una migajas que salieron del coche.

Y miro por el retrovisor, la agilidad de su juventud esquiva a los conductores que a su vez sortean a volantazos al africano, sigo mirando y de nuevo el semáforo en rojo le faculta para alegrar la mañana de otro conductor, a veces indiferente, otras sorprendido, pero la mayoría de ellas agradecido, una nueva sonrisa en su rostro encendido de juventud, un nuevo buenos días cargado de sinceridad, un nuevo apretón de manos comunicativo, y sobre todo un nuevo amigo al que seguro que mañana esperará impaciente.

Ahora comienza mi verdadera mañana, ahora el día es un poco más corto y no esta vacío, ya llevo conmigo las mayores de las satisfacciones, la de ver a un amigo con una sonrisa en la cara. Como cada mañana, el me espera para hacerme feliz, yo le espero para darle una mísera propina. Y entre nosotros dos, el cómplice semáforo que ha sido el culpable de una amistad para toda la vida, el interlocutor de una conversación inexistente, el mediador político entre dos mundos o mejor dicho, dos universos.