domingo, 20 de septiembre de 2009

MAGDALENA DE LA CALLE

Hace unos días, llegó a mis manos un periódico donde en letras mayúsculas y negritas, para destacados decía, “El Gobierno ha asegurado hoy que su prioridad no es legalizar o abolir la prostitución sino acabar con las mafias que explotan a las mujeres, dignidad para el oficio mas antiguo del mundo”, pues bien, intenté leer el artículo presionado por el tortuoso ruido que hacía la máquina de café de la cafetería y el estruendo bullicio que provocaban los clientes. Poco a poco y mientras me sumergía en un mar de letras casi sin sentidos, la tinta negra y rugosa de las mal blanqueadas páginas se volvieron púrpuras de recuerdos y nostalgia.

No a mas de un mes, estando en el hospital visitando a un amigo convaleciente por una dolencia lumbar, coincidí en el pasillo con una mujer que me pidió agradablemente que le sujetara la barra rodante que aguantaba el suero que tenía conectado a la vena, ese líquido insignificante y transparente que gota a gota inyecta vida a miles de pacientes cada día, una gota de esperanza para un cuerpo que casi no se aguantaba erguido, pero que aun conservaba la esencia vigorosa de una pasada pubescencia, bastaron unos escasos minutos para que esa mujer me contara en pocas secuencias fotográficas la historia de su vida. Magdalena de la calle, se hacia llamar, mujer de la vida, obligada a ejercer la prostitución desde muy temprana edad, maltratada por “chuscos” despiadados, y abandonada y apartada por crueles compañeras de oficio, el sida se instaló en su castigado cuerpo a los cincuenta y siete años y atrincherada en la fortaleza de la que aun presumía, intentaba batallar en una guerra que técnicamente ya tenía perdida.

De sus torpes, temblorosas y sufridas palabras, a la vez que una gota de lágrima resbalaba por su mejilla como si se hubiese escapado del bote de suero, se desprendió levemente un nombre, Miguel, su hijo, del que no sabía nada desde hacía más de diez años, las circunstancias de la vida lo habían querido así, un niño que tuvo que abandonar a muy temprana edad en la puerta de un hospicio porque no tenía recursos para alimentar ni cuidar dignamente. Una historia que me hizo tragar saliva, haciendo que la nuez de mi garganta en un movimiento ascendente y descendente delatara la triste situación que estaba viviendo. Me preguntó si yo conocía a su hijo, que si lo había visto por el hospital, yo le dije que no, que había llegado hacía unos minutos de visita y que no me había dado tiempo de nada.

Pues mira chiquillo, si le ves por aquí y me esta buscando, dile que estoy en la habitación trescientos nueve, que le estoy esperando, que antes de que el blanco antifaz de la muerte me cubra de la pureza de la que carezco quiero decirle lo que le quiero, le he querido y lo querré siempre, no tengo nada que ofrecerle, pero si quiero que sepa que aun puedo regalarle los últimos suspiros, besos y abrazos que de mi torpeza pueda resucitar. Mira hijo, continuo, para don Quijote de la Mancha, ese idalgo caballero español, las prostitutas resultan ser en su mente, bellas damas y el propietario de la venta un gran noble que le dará cobijo, y yo quiero, aunque a la inversa de la cordura, que mi hijo crea que su madre fue una buena mujer, honrada, elegante y educada y que su padre fue un buen hombre de bien, trabajador y comprensivo, que las sin razón de la vida quiso que nuestras vidas estuviesen separadas y que no hubo un solo día ni una sola noche no que no me acordara de él, solo quiero volver abrazarlo, tenerlo entre mis brazos y sentir el calor y el olor de su cuerpo del que nunca pude disfrutar.

No pude aguantar más y preso de la voluntad de consolar a esa pobre mujer, dulcemente quité de su cara el pelo que cubría parte de ella, gracias hijo fueron sus palabras, de nada señora, si veo a su hijo no dude que le daré su misiva, le diré donde está y estoy seguro que vendrá lo antes posible. Que dios te lo pague joven, fueron sus palabras de despedida mientras a paso lento, muy flemático fue desapareciendo entre las frías sombras del pasillo, no miró para atrás, yo no dejé de mirarla hasta que desapareció, mientras una lágrima resbaló por mi mejilla como la que hacía unos minutos lo hizo por la mejilla de aquella mujer..... eran iguales.

No poseía otro testamento, no dejaba riquezas ni propiedades en el mundo, apenas unas palabras que para él, en aquel momento, significaba tal vez la dignidad de su madre, eso que no se deja comprar ni se deja de vender, y que es para el ser humano el grado supremo.